viernes, 26 de octubre de 2012

La alegría de la tranquilidad



A fines del año pasado, el New York Times publicó una columna titulada "The Joy of Quiet" en la que el escritor y ensayista Pico Iyer reflexionaba sobre un mal de nuestro tiempo: la fobia a los espacios de serenidad y quietud... o simplemente a esa situación rara y a veces angustiante de no tener nada para hacer. Iyer incluía también algunas de sus tácticas personales para evitar caer en esa corriente de ansiedad que parece arrastrarnos a todos y hacernos más infelices en el proceso.

Sentí una gran identificación con el artículo y por eso decidí traducirlo. El resultado, a continuación: la única libertad que me tomé fue la inclusión de hipervínculos en caso de que alguien decida profundizar sobre algunos de los conceptos o personalidades mencionadas.




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La alegría de la tranquilidad


Hace cosa de un año viajé a Singapur para participar en una conferencia llamada "Marketing para el Niño del Mañana". El panel incluía al escritor Malcolm Gladwell, el diseñador de modas Marc Ecko y el creativo gráfico Stefan Sagmeister, y nuestra audiencia era un grupo de publicistas. Poco después de mi llegada, el jefe de la agencia que nos había invitado me llevó aparte para conversar sobre un tema que, según dijo, era de su mayor interés. Me preparé para escuchar historias de alguna campaña subliminal de nueva generación, pero me sorprendió con un concepto simple: la tranquilidad.

Pocos meses más tarde, tuve oportunidad de leer una entrevista realizada al siempre vigente diseñador Philippe Starck. ¿Qué era –preguntaba el artículo- lo que le había permitido mantenerse siempre en la cresta de la ola? "No leo revistas ni miro TV", respondía Starck, tal vez con una pizca de hipérbole. "Tampoco voy a fiestas ni a cócteles, cenas o cosas así". Sus comentarios dejaban entender que se mantenía al margen de las ideas convencionales porque vivía "prácticamente solo, en el medio de la nada".

Más o menos en la misma época me percaté de algo curioso: la gente que paga $2.285 la noche en el Post Ranch Inn -un hotel enclavado en la cima de una colina frente al Pacífico en Big Sur, California - justifica el desembolso, en parte, por poder disfrutar el privilegio de NO tener TV en las habitaciones. El futuro del turismo, me dicen fuentes confiables, está en los "resorts agujero-negro", que cobran fortunas precisamente porque las habitaciones no ofrecen conectividad alguna.

¿A esto hemos llegado?

En el lapso de apenas una generación, hemos pasado de entusiasmarnos con una multitud de dispositivos que nos permiten ahorrar tiempo y ampliar nuestras vidas, a tratar de despegarnos de ellos a toda costa, a menudo con el fin de ganar más tiempo. Cuantas más opciones disponemos para conectarnos, pareciera que mayor es la cantidad de gente desesperada por desenchufarse. Como los adolescentes, es como si hubiéramos experimentado la transición súbita de no saber nada sobre el mundo a saber demasiado, y todo de la noche a la mañana.

Hoy existen "campamentos de rescate de Internet" en Corea del Sur y China que se dedican a ayudar a los niños que se han convertido en adictos.

Algunos de mis amigos escritores pagan con gusto los servicios del software Freedom, que les permite desactivar (por un lapso de hasta 8 horas) las mismas conexiones de Internet que parecían tan emancipadoras hasta no hace mucho. Incluso la mismísima Intel llevó a cabo un experimento singular en 2007: dispuso que 300 ingenieros y managers se debían tomar cuatro horas ininterrumpidas de tranquilidad todos los martes a la mañana (el oficinista medio de hoy, según afirman ciertos estudios, no pasa más de tres minutos en su escritorio sin sufrir algún tipo de interrupción). En esas cuatro horas, los trabajadores tenían prohibido usar el teléfono o enviar correos electrónicos. La idea era que utilizaran el tiempo para despejar sus mentes y escuchar sus propios pensamientos. La mayoría de los que participaron en el experimento recomendaron que la medida se hiciera extensiva al resto de la fuerza de trabajo.

En su revelador libro The Shallows, Nicholas Carr nos informa que el estadounidense promedio pasa al menos 8 horas y media diarias frente a una pantalla. Esto se debe en parte a que la cantidad de horas que los adultos pasan en línea se duplicó entre 2005 y 2009 (y la cantidad de horas frente a la TV, a menudo en forma simultánea, también ha venido creciendo en forma sostenida).

El adolescente promedio, en tanto, envía o recibe 75 mensajes de texto por día, aunque siempre están los casos como el de aquella chica de Sacramento que se las arregló para administrar un promedio de 10.000 mensajes cada 24 horas, a lo largo de todo un mes. Como sabe cualquier economista, el concepto de lo que constituye un lujo es una función de la escasez. Es por eso –como les decía a los publicistas de Singapur– que los niños del mañana ansiarán por sobre todas las cosas verse libres, aunque sea por un corto lapso, de todas esas luces parpadeantes, los videos en streaming, las máquinas y los titulares de desplazamiento automático, que los dejan sintiéndose vacíos y a la vez saturados.

La urgencia por bajar un cambio para encontrar el lugar y el tiempo para la reflexión no es nueva, por supuesto, y las almas más sabias siempre nos han recordado que cuanto más atención ponemos en el momento, menos tiempo y energías nos quedan para invertir en un contexto más amplio. "Las distracciones son la única cosa que nos consuela de nuestras miserias" - escribía el gran filósofo francés Blaise Pascal en el siglo XVII - "y sin embargo son la más grande de nuestras miserias". También es célebre su opinión de que la mayoría de los problemas del hombre provienen de su incapacidad para permanecer sentado en silencio y a solas en una habitación.

En la misma época en la que el telégrafo y los trenes alentaban la idea de que la conveniencia era más importante que el contenido - y que medios más veloces podían compensar fines imperfectos - Henry Thoreau nos recordaba que "el jinete que recorre una milla en un minuto no lleva los mensajes más importantes". Aún medio siglo después, Marshall McLuhan, que se acercó más que nadie a vislumbrar lo que se venía, advertía: "cuando las cosas vienen hacia ti demasiado rápido, es natural perder el contacto con uno mismo". Thomas Merton capturó los sentimientos de millones, no sólo por su declaración de que "el hombre fue creado para la actividad más elevada, que es, de hecho, su descanso", sino por actuar en consecuencia y abandonar el frenesí de la vida diaria para unirse a un convento cisterciense.

Sin embargo, hoy son pocas las voces que se pronuncian en un sentido similar, precisamente porque CNN nos bombardea (sin descanso) con las "últimas noticias" y Debbie está publicando fotos de sus vacaciones de este último verano, y además está sonando el teléfono. Apenas tenemos tiempo para comprobar cuán poco tiempo tenemos (la duración promedio de una visita a la mayoría de las páginas web, nos informa otro estudio, es de 10 segundos o menos). Y a medida que el torrente de información nos va cubriendo (las Kardashian, Obamacare, "Bailando con las Estrellas"), menos tiempo nos queda para dedicarle a cada fragmento. Todo lo que registramos es que las distinciones que solían guiarnos y afirmarnos - la diferencia entre domingo y lunes, público y privado, aquí y allá - se han esfumado.

Disponemos de más y más medios para comunicarnos, como advertía Thoreau, pero menos y menos para decir; en parte porque estamos demasiado ocupados comunicándonos, y en parte - como el famoso escritor podría haber agregado - porque estamos corriendo para cumplir con tantos plazos que apenas registramos que lo que más necesitamos son cables a tierra.

Así que, ¿qué se puede hacer? La paradoja central que plantean las máquinas, las mismas que han hecho nuestras vidas tanto más brillantes, rápidas, longevas y saludables, es que no pueden enseñarnos cómo hacer buen uso de ellas; la revolución informativa llegó sin un manual de instrucciones. Todo el conocimiento acumulado del mundo es incapaz de enseñarnos cómo filtrar ese océano de información, así como las imágenes no nos enseñan a procesar imágenes. La única forma de hacer que nuestras vidas clavadas a la pantalla tengan el valor que merecen es exactamente acudiendo a esa claridad emocional y moral que no puede hallarse en ninguna pantalla.

Eso tal vez explique por qué cada vez más de mis conocidos, aun los que no tienen ninguna afinidad religiosa, parecen estar dirigiendo su atención al yoga, o la meditación, o el tai chi. Estas no son tanto modas New Age como formas de conectarse con lo que podría llamarse la sabiduría de la vejez. Dos amigos míos, periodistas de profesión, observan un periodo "sabático" todas las semanas, que consiste en desconectarse de Internet desde el viernes a la noche hasta el lunes a la mañana, en un intento de revivir costumbres antiquísimas, como la de cenar en familia o entablar una conversación. Hace cuatro meses me encontré para desayunar con un grupo de abogados de Oxford, y me di cuenta de que la conversación giraba alrededor de barcos, equitación o bridge; cualquier cosa que les permitiera cortar el "contacto radial" por unas pocas horas.

Otros amigos emprenden caminatas largas cada domingo, u "olvidan" sus celulares en casa. El señor Carr menciona una serie de estudios recientes en los que se examinan los efectos de los entornos apartados y tranquilos sobre la psique. Tras pasar un tiempo en estos sitios, los participantes del estudio mostraron "una mayor atención, mejor memoria y en general mayores capacidades cognitivas. Sus cerebros se volvieron más calmos y agudos". Más aún: tanto la empatía como la capacidad de reflexión profunda dependen (como se ha comprobado a partir del trabajo de neurocientíficos como Antonio Damásio) de procesos neurales que son "inherentemente lentos". Esos mismos para los cuales nuestra vida de alto octanaje nos deja tan poco tiempo.

En mi propio caso, recurro a medidas excéntricas y a menudo extremas para intentar mantener mi sanidad mental y reservarme un tiempo para no hacer nada en absoluto (que representa el único momento en el cual puedo ver con claridad lo que debería estar haciendo el resto del tiempo). Todavía no he utilizado un teléfono celular, y nunca he tuiteado o visitado Facebook. Trato de no conectarme a Internet sin antes terminar los escritos del día, y una de las razones por las que me mudé de Manhattan al Japón rural fue para poder disfrutar de largos periodos de vida estrictamente a pie, y para que cada salida al cine sea un auténtico evento.

Esto no es cuestión de principios o ascetismo; es puro egoísmo. Nada me hace sentir mejor (más tranquilo, más claro y más feliz) que estar en un solo lugar, absorbido en un libro, una conversación, una pieza musical. Es algo de hecho más profundo que la mera felicidad: es alegría pura, esa que el monje David Steindl-Rast describe como "el tipo de felicidad que no depende de lo eventual".

Por supuesto que mantener el contacto con el mundo es algo vital, así como lo es el estar al tanto de lo que sucede a nuestro alrededor. De hecho, sólo en este último año me embarqué en viajes separados a Jerusalém, Hyderabad, Omán y San Petersburgo; al interior de Arkansas y Tailandia, a la planta nuclear de Fukushima, y a Dubai. Pero sólo distanciándose del mundo es como uno logra contemplarlo en su totalidad, y comprender lo que uno debería estar haciendo con él.

Es por eso que desde hace más de 2 décadas que me escapo varias veces al año para visitar una ermita benedictina -donde me detengo normalmente no más de 3 días- que queda a 40 minutos de carretera, casualmente, del Post Ranch Inn. Cuando estoy allí no participo de ninguna ceremonia, y nunca he practicado meditación. Simplemente hago caminatas, y leo, y me pierdo en mí mismo y en la quietud, recordando que si quiero aportar algo útil a mi esposa, y a mis jefes, y a mis amigos, debo alejarme brevemente de ellos de tanto en tanto. Hace tres meses, en mi última visita al monasterio y mientras caminaba por el sendero en esa dirección, me crucé con un hombre de aspecto juvenil que cargaba a un niño de 3 años sobre los hombros.

- Usted es Pico, ¿verdad? - preguntó el hombre, y se presentó como Larry: nos habíamos conocido, según mis cálculos, 19 años atrás, cuando él vivía en el monasterio como asistente de uno de los monjes.

- ¿A qué se dedica estos días? - le pregunté.

- Trabajo para MTV. En Los Angeles.

Sonreímos. No era necesario decir más.

- Trato de traer a mis hijos las veces que puedo - continuó, mientras contemplaba la enormidad azul del Pacífico que se extendía a uno de nuestros lados, con las colinas altas y pardas de la Costa Central irguiéndose al otro. - Ese es mi hijo mayor - y al decir esto señaló a un niño de 7 años que corría siguiendo el sendero montañoso, radiante y desierto, frente al paso de su madre -. Esta es la tercera vez que viene.

Y me di cuenta de que el niño del mañana, de hecho, puede estar muy por delante de nosotros;  no en el sentido de captar lo que es nuevo, sino lo que es esencial.


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